LOS ENTIERROS DE MI PUEBLO.
Aun recuerdo, emocionado,
los entierros de mi pueblo;
(dos o tres, si acaso, al año,
que era el pueblo muy pequeño)
dos o tres días que eran
dos o tres lutos supremos,
con las almas aplanadas
y amargas caras de duelo.
Era la gente tan buena
y el lugar tan lugareño,
que de aquel que se moría
se era amigo o se era deudo.
¡Era muy grave la marcha
de la casa al cementerio!
con el Cura y la Cruz
por delante; después el féretro,
luego los hombres, envueltos
en ademanes severos…
y tras ellos las mujeres
entre mantillas, plañendo;
los pequeños, ¡venturosos!
cerraban marcha, en silencio.
¡Con que grave parsimonia
se llegaba al cementerio!
¡donde a la puerta esperaba
llorando, el sepulturero!
unas preces que rompían
la majestad del silencio;
unos llantos reprimidos…
¡y un seco golpe en el suelo!
ya estaba el muerto en su tumba,
y los amigos y deudos
un puñadito de tierra
arrojaban sobre el féretro.
¡Que macabras resonancias!
¡Que escalofríos de miedo!
¡Leves puñados de tierra
diciendo el adiós postrero!
Después todos desfilaban
cabizbajos, en silencio,
mientras, siempre tenebrosos,
se escuchaban a lo lejos,
los golpes fuertes de tierra,
que con la pena en el pecho
y con su azada temida
echaba el sepulturero.
Se iban todos, sin palabras,
lentos, graves, hacía el pueblo,
unos rezando entre dientes,
otros, pensando en lo eterno;
todos dolidos y tristes,
todos las cabezas hundiendo,
sin presentir a cual de ellos
iba a tocarle el primero.
Un tarde de verano
se cubrió de luto el pueblo;
los trabajos de las eras
se quedaron en suspenso,
y una sola voz decía:
¡Se ha muerto el sepulturero!
Había muerto, de repente,
aquel hombre santo y bueno
que entre llantos y oraciones
enterrara a tantos muertos.
Y fue a la tarde siguiente
cuando desfiló el entierro;
quizás más grave que todos,
quizás en más hondo silencio.
Y cuando todos llegaron
dando cara al cementerio,
no estaba, como otras veces,
llorando el sepulturero.
Cuatro mozos elegidos,
con un profundo respeto,
sin que nadie se moviese
sagrada tierra le dieron.
Y todos, juntos, llorando,
se volvieron hacía el pueblo,
unos rezando entre dientes,
otros pensando en lo eterno.
Aquella tarde, enseguida,
quedó el camino desierto;
¡No pasó lloroso y triste,
cansado, el sepulturero!
Solo se oía en la tarde
el chiar de los vencejos
que un cielo de azul cobalto
tiznaban con trazos negros.
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